El conocimiento de las enfermedades de los artrópodos, de su etiología, y de su posible empleo para el control microbiano de plagas se ha incorporado en España de forma asimétrica. El granadino Fray Josep Torrubia fue pionero en la descripción de insectos enfermos, con crecimiento fúngico, a mediados del siglo XVIII, y el interés por el control microbiano comenzó, como en otros países, al final del siglo XIX, aunque la disciplina científica Patología de Insectos, que por esas fechas ya se ejercitaba en Francia, EE UU, etc., no se estableció hasta bien entrado el siglo pasado con un primer impulso, en los años 50, de los entomólogos forestales, que apenas superó los tres lustros, un segundo algo más tarde, al inicio de los 70, de los entomólogos agrícolas, que con notable pujanza ha superado medio siglo de andadura. Las primeras formulaciones microbianas registradas y utilizadas en España a mediados de los 60 correspondieron a la bacteria Bacillus thuringiensis (Berliner), seguidas en la siguiente década por los virus, y en los últimos años del siglo XX por hongos y nematodos entomopatógenos, todos los grupos representados en cuantía desigual de productos comerciales en el mercado actual de insecticidas microbianos.
Los artrópodos fitófagos padecen de forma natural enfermedades de etiología viral, bacteriana o fúngica que regulan sus poblaciones y que pueden ser utilizadas de forma intencionada, inoculativa o inundativa, para el control de las plagas que causan menoscabo a las plantas de interés agrícola y forestal. Curiosamente, en el inicio de la patología de insectos concurren las dos únicas especies domesticadas muy temprano, el gusano de seda y la abeja melífera, pero no nos debe extrañar si se considera la gran importancia económica que tuvieron en muchas civilizaciones, por lo que sus enfermedades tenían una traducción económica inmediata. Las primeras descripciones etiológicas recayeron sobre las originadas por hongos, ya que antes de la emergencia del microscopio, éstas eran las más fácilmente observables. En primicia tenemos la constancia gráfica proporcionada en 1726 por Reaumur, en lo que se considera como la primera publicación de una enfermedad de un insecto, aunque creyó que el crecimiento de forma vegetal que había recibido de China tenía adherida una larva de noctuido (Figura 1A). Poco tiempo después, un franciscano español, fray Joseph Torrubia (1754), saca a la luz su descubrimiento en La Habana (Cuba), en el año 1749, de avispas que presentaban “pequeños árboles” que crecían sobre sus cuerpos, hongo conocido hoy día dentro del género Cordyceps (Figura 1B). El hallazgo de insectos con crecimiento fúngico era continuo y a comienzos del siglo XIX Agostino Bassi (1935; 1936) demuestra que el mal del segno o calcino del gusano de seda, cuyo agente causal, Botrytis bassiana Balsamo, ahora Beauveria bassiana (Balsamo) Vuill., tenía carácter infeccioso, y pasaba de gusanos enfermos a sanos por contacto, contaminación del sustrato alimenticio o inoculación, lo que le llevó a sugerir la posibilidad de su empleo para el control de plagas de insectos en agricultura. Este descubrimiento supone el despegue científico de la Patología de Insectos que abocará en un aspecto aplicado de indudable repercusión, el Control Microbiano de Plagas de Insectos. La iniciación de esta práctica por Metchnikoff en 1878, con un preparado de conidios del hongo Entomophthora anisopliae Metch., ahora Metarhizium anisopliae (Metch.) Sorokin, aplicado al suelo para el control de su hospedante original, el coleóptero escarabeido Anisoplia austriaca Hbst., no fue demasiado alentadora (Steinhaus, 1956).