En los años setenta, la agricultura española mostraba una actividad frenética. Las vegas de los principales ríos se habían ampliado y en ellos aparecían extensas parcelas de maíz, remolacha, tomate, alfalfa, algodón, etc, regadas por aspersión mediante unos monstruos mecánicos que se desplazaban autónomamente. Los pocos perales, manzanos y melocotoneros que antaño solo existían en las huertas, se habían transformado en ordenadas plantaciones de frutales. La huerta valenciana era un mosaico gigante y bellísimo de campos de cítricos. Y en las playas del sur, imitando los cultivos “enarenados” que habían descubierto los israelitas, se empezaban a construir invernaderos que adelantaban las cosechas de tomates, berenjenas y pimientos hasta dos y tres meses.
Las estadísticas mostraban numéricamente el resultado de las mejoras que habían conseguido los planes de colonización y desarrollo de la dictadura. La agricultura de España, un país todavía en “vías de desarrollo”, era la envidia de los países del Mercado Común Europeo. Pieza fundamental de ella era el ejército de especialistas de Sanidad vegetal que en motocicletas, 2CV o 4L iban y venían por el campo para detectar, junto a los labradores, la aparición de orugas, arañas, mildiu, etc., plagas que combatían eligiendo el fitosanitario más adecuado de un amplísimo catálogo de productos y determinando cuándo y cómo se debía aplicar.