El análisis de cualquier estructura o fenómeno es fundamental para el conocimiento. En los estudios en los cuales se pretende determinar la eficacia de la ciencia o la tecnología, los análisis suelen estar referidos a variables tales como la cantidad de profesionales dedicados a ellas, idoneidad de instalaciones, procedimientos empleados en la selección de facultativos, legislación que regula su funcionamiento, presupuestos, etc., pero casi ninguno contempla la cualidad moral de los profesionales que las integran ni las relaciones predominantes entre ellos. Si contásemos con estudios que consideraran esas variables, aún con la dificultad de valoración que ello entraña, y pudiéramos conocer la influencia de actitudes tales como el egoísmo o la generosidad, la envidia o la admiración, la maledicencia o el elogio, la trampa o la colaboración, etc., a lo mejor descubríamos que la falta de eficacia que se produce en nuestras estructuras científicas o tecnológicas no se debe solo a cuestiones sobre infraestructuras, política o presupuestos sino también, y con mucha importancia, a razones de tipo moral.
No hace mucho, un prestigioso profesor de fitopatología jubilado se lamentaba de que, deseando seguir colaborando gratuitamente en el instituto en el cual, durante más de cuarenta años, ha desarrollado sus investigaciones, la actual dirección de dicho centro no ha sido capaz de encontrarle un pequeño despacho. Un caso que no es excepcional en nuestras universidades y centros de investigación, y actualmente difícil de entender con el déficit de investigadores que hay en el país, a menos que la razón de ello esté en esa actitud tan negativa que observamos en algunos españoles, caracterizada por ignorar o incluso desacreditar a los que nos han precedido, defecto con tal importancia que la conocida como “Polémica de la Ciencia en España” lo ha situado en uno de los orígenes del escaso prestigio que esta ha tenido en el extranjero.