La progresiva intensificación de la agricultura ha dado lugar a una pérdida de biodiversidad con la reducción de áreas de vegetación silvestre, lo que ha derivado en una merma en los servicios de regulación que nos ofrecen los ecosistemas y a la implantación de una agricultura altamente dependiente de insumos. Ante la creciente conciencia de que la agricultura se beneficia de la salud de los ecosistemas, la presente ponencia trata de poner en valor los servicios de regulación de plagas que puede ofrecer la biodiversidad como una herramienta clave en los programas de gestión integrada. La “reconstrucción” de hábitats adecuados para la conservación de enemigos naturales, mediante el establecimiento de diferentes infraestructuras ecológicas, puede ser clave para adaptar nuestro agroecosistema a las necesidades de la fauna auxiliar beneficiosa autóctona y mejorar su capacidad de control. Se hace un recorrido sobre los distintos trabajos realizados por el grupo de investigación.
Hace ya años que la agricultura está bajo tela de juicio por el impacto que ha tenido en los ecosistemas naturales y su repercusión en el tan presente calentamiento global tras varias décadas poniendo en práctica los principios de la ‘revolución verde’, que ha llevado a una fuerte intensificación de los sistemas agrarios. Recientes trabajos científicos están poniendo de manifiesto la implicación que han tenido estos modelos de agricultura tan intensiva en el declive de la entomofoauna en el mundo, derivado de la pérdida de hábitats, la contaminación por agroquímicos y la introducción de especies invasivas, con el impacto económico que ello supone (Doodly y Alexander, 2017; Sáchez-Bayo y Wyckhuys, 2019). La revolución verde tuvo su fundamento en la capacidad tecnológica, basada en principios científicos, para modificar el medio ambiente de manera que se pensó que se podían proporcionar condiciones más idóneas que las que ofrecía la propia naturaleza. Hoy es evidente que se necesita un cambio de rumbo, pero no significa que tengamos que retroceder cien años atrás y volver a la agricultura de subsistencia; la clave para revertir esta situación vuelve a estar en la ciencia, en este caso, en la agroecología. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) define la agroecología como la ciencia que estudia las relaciones entre la agricultura y el medioambiente. Estos principios no son exclusivos de la agricultura orgánica, ni de la convencional, extensiva o intensiva, sino que propone tener en cuenta de manera holística y conjunta las cuatro propiedades de la agronomía: productividad, estabilidad, sostenibilidad y equidad. Los principios de agroecología se deben aplicar de manera que seamos capaces de alcanzar una mayor “intensificación ecológica”; es decir, tratar de aumentar la productividad con mínimos impactos negativos sobre el medio ambiente mediante un uso más racional de los recursos (Gaba y col., 2014; Gurr y col., 2016). Y la biodiversidad tiene un papel fundamental en esta intensificación ecológica, ya que una biodiversidad rica promueve distintos tipos de relaciones entre todos los componentes del agroecosistema a todos los niveles, lo que deriva en la mejora de la capacidad de las plantas para defenderse por sí mismas de cualquier agente patógeno, ya sea una plaga o una enfermedad.