El profesor Jáuregui, que tan magistralmente nos descubrió el comportamiento de nuestro cerebro como un entramado de emociones, no nos dijo nada de la razón de las modas, o mejor de su sinrazón, ese fenómeno por el cual nos volvemos un poco borregos, y solo después de que hayan cesado somos capaces de descubrir la fealdad o estupidez de algunas de ellas. Y si ese fenómeno es poco explicable, mucho menos lo es la generalización de lo detestable, sentimiento existente actualmente respecto a la vida del campo.
De aquel elogio de Fray Luis de León –Dichoso el humilde estado/ del sabio que se retira/ de aqueste mundo malvado/ y con pobre mesa y casa/ en el campo deleitoso/ con sólo Dios se compasa/ y a solas su vida pasa/ ni envidiado ni envidioso– se ha pasado a una desconsideración de la vida rural, menosprecio que se comprueba con el significado peyorativo que se da a palabras como rústico, aldeano, pueblerino, campestre, etc., hasta tal punto que la palabra ‘agronomía’, que se refiere al desarrollo de la agricultura con principios científicos, ha entrado en desuso y se pretende sustituir por el de agroecología, producto de la ‘moda’ de que la ecología es el summum de la ciencia, y no una disciplina más que forma parte de la biología, tan importante esta como la física, la química, las matemáticas, etc.
No hace mucho, uno de los suplementos semanales más prestigiosos del país publicaba un extenso reportaje sobre la excelencia de las leguminosas y, como ejemplo de ellas, habían elegido el ‘guisante neozelandés’, ante lo cual uno se pregunta: –¿Y era necesario haber ido tan lejos para escoger una variedad de legumbre? No porque incomode la elección de una variedad extranjera, sino porque ello nos hace sospechar de la ignorancia que tiene ese periódico respecto a los conocimientos y recursos agronómicos existentes en nuestro país sobre el cultivo y aprovechamiento de las leguminosas, mejoras extraordinarias que han realizado los investigadores españoles desde el pasado siglo.