Con la pandemia que estamos sufriendo, los demás problemas casi no tienen interés, como la plaga de langosta que ha comenzado en Asia y ahora está afectando a quince países de África, plaga que según la FAO podría quintuplicarse de aquí a junio de no atajarla.
Esa plaga es paradigmática para los españoles. Hace menos de un siglo, un periódico denunciaba que en Torrenueva, un pueblecito de Ciudad Real, una nube de langostas empezó a devorar a un niño que acompañaba a una cuadrilla de segadores.
Si tuviéramos que clasificar las plagas por criterios de moralidad tendríamos que convenir que las de langosta son demoníacas, no solo por los daños que producen, sino por la enemistad que promueven entre los hombres del campo. Las hembras del insecto ponen los huevos en pastizales que los ganaderos utilizan para alimentar a los animales, mientras que los daños los realizan los insectos en los cultivos de los agricultores. Por ello, para que estos no tengan plagas, los ganaderos deben arar su campo, disminuyendo así los pastos y realizando un gasto sin beneficio económico alguno. La consecuencia de ese comportamiento ha sido que el control de la langosta solo se ha podido realizar con la intervención del Gobierno. El descubrimiento a finales del siglo XIX de las planchas de zinc, la gasolina y el ferrocarril, junto a la intervención de ingenieros y peritos de las Direcciones provinciales de agricultura, consiguieron controlar estas plagas, trabajos que desde entonces sigue realizando la Administración.
La utilización de insecticidas disminuyó la complejidad de esas campañas y aumentó su eficacia. En los años ochenta yo tenía encomendada la dirección de la campaña contra la langosta en una comarca de Extremadura, y recuerdo que con el HCH empleado se hubiera formado un tren de 100 vagones llenos de insecticida –¡Una barbaridad!–.
En los años noventa, con el fin de disminuir la cantidad de insecticida, pensamos que se podría emplear un procedimiento biológico contra la plaga. La utilización de un ave depredadora y con interés culinario podría solucionar el problema, además de producir un beneficio –el ave se comería el insecto, desaparecería la plaga, y nosotros nos comeríamos el ave– .