Cuando se repasa la Historia de España se descubre que las plagas catastróficas que los españoles han sufrido siempre han estado precedidas de un fenómeno social. Entre las más desastrosas que se han producido están las de langosta. La lectura de un texto de José Adame escrito en 1844 nos informa de su gravedad: “Baste, pues decir, que en Torrenueva –Ciudad Real–, pueblo de esta provincia, según aviso oficial que tengo á la vista en este momento, una plaga numerosa, después de acabar con la ropa de algunos infelices segadores, empezó á devorar a un niño… He visto desaparecer las huertas y las siembras en breves instantes, agujerear y morder los vestidos de las aldeanas, que á cada momento tienen que dejar su fatigosa tarea de hostigar al insecto, para quitárselo á grandes porciones de encima de su cuerpo…”
Se podría pensar que esa súbita peligrosidad de Dociostaurus maroccanus, insecto de cuyas plagas tenemos noticias desde los visigodos, se debió a un factor genético, pero su origen verdadero estuvo en la expropiación –desamortizaciones– de más de cinco millones de hectáreas que eran propiedad de los municipios y la Iglesia. Una gran parte de ellas se deforestaron y convirtieron en pastizales, suelos que en correspondencia con un clima semiárido constituyen el soporte ideal de las puestas del insecto.
Pero como no hay mal tan malo que de él no resulte algo bueno, aquellas catástrofes obligaron al Gobierno a formar facultativos, crear estructuras y centros de estudio que constituyeron el comienzo de la Sanidad vegetal española en el siglo XIX.