La conceptualización del suelo a través del tiempo se construye y deconstruye en una dinámica permanente, especialmente cuando se concibe como espacio vivo y multifuncional. La investigación y el conocimiento científico hacen aportes invaluables a la comprensión teórico-práctica de lo que sucede cotidianamente en el quehacer de nuestros agricultores en todo el mundo, especialmente de aquellos que se han empeñado en producir los alimentos sanos, limpios, amigables con el ambiente, sin acudir a los insumos de síntesis petroquímica y dentro de principios de justicia social y visión de futuro para las nuevas generaciones. Para ellos, el suelo es aliado indispensable y su componente microbiano, incluida la micorriza arbuscular (MA), fundamental en los procesos de producción sostenible desde perspectivas económicas, sociales y ambientales.
En la concepción de suelo vivo, el material parental evolucionado en minerales primarios y secundarios es pilar sobre el cual las condiciones ambientales y bióticas transforman las rocas en partículas como arenas de diferente grosor, limos y arcillas (éstas últimas con tamaños nanométricos) y arreglo organizado de láminas de aluminio y sílice superpuestas, que le confieren cualidades a estas partículas, como alta superficie específica, capacidad de intercambio catiónico, de acomplejarse con la materia orgánica, entre otros (Foth, 1990, pp. 152-151; Sánchez de Prager, 2018, pp. 71-72). Estas arcillas, unidas a la acción de la biota del suelo (especialmente el microbioma) y de la materia orgánica (viva y no viva), se integran con los componentes minerales inorgánicos para dar origen al suelo vivo.
El microbioma del suelo, invisibilizado en el concepto simplificado de suelo como sustrato, cada vez gana más importancia ante las evidencias de la ciencia que ha corroborado que el genoma microbiano es componente permanente y su comunidad se estima en más de 1x1011 microorganismos por g de raíz (Dykhuizen, 2005, p. 5). Al interpretar la cifra anterior, comprendemos que pululan en el suelo y su abundancia supera con creces el bioma vegetal y animal juntos. Su actividad se centra en la rizosfera en donde se han registrado hasta 30.000 especies de bacterias por gramo de suelo y se registran 107 microorganismos por cm2 de raíz (Dykhuizen, 2005, p. 5; Turner, James y Poole, 2013, p. 3). Entre las múltiples actividades que desempeñan sobresale su participación en los ciclos biogeoquímicos de la materia (el ciclaje del C, N, P, S, y de elementos menores, está tan íntimamente ligados a ellos, que se los denomina ciclos biológicos), su papel en la formación de agregados del suelo como resultado de interrelaciones químicas, físicas y biológicas (Figura 1) (cualidad ligada a la circulación de aire, nutrientes, agua y biomoléculas), mecanismos de comunicación interespecies dentro y sobre el suelo, vía moléculas, secreciones y excreciones que se fabrican en la rizosfera (Lambers y col.., 2006; Sánchez de Prager, 2018, pp. 83, 110), que se traducen en relaciones antagónicas y/o amigables en función de convivencia, cooperación y supervivencia, síntesis de vitaminas, digestión de fibras y moléculas complejas, entre otras.