En la sociedad actual está surgiendo una religión que tiene como doctrina la vida natural, y para alcanzar el cielo de esta religión es imprescindible disponer de vegetales libres de microorganismos toxicógenos y de residuos químicos, objetivo que es difícil de conseguir si además de ello se pretende que esos alimentos sean económicamente asequibles y suficientes para alimentar la población del mundo. Para ello será necesario contar, además de con una agricultura eficaz, con una Sanidad Vegetal bien dotada de estructura y conocimientos, formación específica de sus facultativos y transferencia continua.
El hombre conserva como un atavismo desde la noche de los tiempos la creencia de que determinados objetos tienen poderes sobrenaturales. Don Miguel de Cervantes nos muestra esta cuestión de manera genial con sus referencias al bálsamo de Fierabrás, un elixir que con solo dos gotas curaba todos los males físicos o espirituales. Y lo que muchos pueden atribuir a ‘cosas de novelas’, es una característica antropológica de los españoles que se puede comprobar repasando la historia.
Las continuas insurrecciones de los criollos en los territorios españoles de América en los últimos años del siglo XVIII, junto a las grandes obras públicas que se empezaron a realizar en la península, produjeron un brutal desbarajuste de la Hacienda pública, problema que los gobernantes ilustrados se propusieron resolver apropiándose de las tierras de la iglesia y comunales para venderlas a los oligarcas –A ese robo lo llamaron eufemísticamente desamortizaciones–. Una gran cantidad de las más de 5.000.000 de hectáreas vendidas fueron deforestadas para aprovechar su madera, convirtiéndose así en pastizales, causa principal de la formación de sucesivas y descomunales plagas de langosta a partir de 1837.
De no haberse controlado aquellas plagas, es casi seguro que se hubiera provocado la ruina de la agricultura española, pero aquel desastre pudo ser evitado con el descubrimiento de quemadores de gasolina y cebos de arseniato.