Además del importante papel que la agricultura juega para aceptar el reto de alimentar a una población que según la FAO, alcanzará en 2050 los 9.700 millones de personas, es una sólida actividad económica. Las cifras hablan por sí solas. España es líder en exportación de frutas y hortalizas a nivel mundial, la agricultura española representa casi el 3% del PIB y la agroalimentación se sitúa en torno al 9%.
Somos un país agrícola y debemos sentirnos orgullos de ello. Para mantener este papel de referencia es necesario aumentar la producción sin descuidar el medio ambiente. En definitiva, hacer de la española una agricultura eficiente y sostenible, aunque las condiciones climatológicas y el entorno reglamentario en el que se desarrolle, no sean siempre los más favorables. Debemos poner a su disposición todas aquellas soluciones y técnicas que garanticen su competitividad, las cuales únicamente pueden conseguir gracias a la innovación agrícola, que en 2050 puede proporcionar un 67% más de alimentos y unos precios un 50% más bajos. Entre estas técnicas están las que aseguran una correcta protección de los cultivos, como son la elección varietal, la rotación, medidas profilácticas, lucha biológica o los tratamientos fitosanitarios.
Cada año un 40% de las cosechas se pierden por las malas hierbas, las enfermedades y las plagas. Estas cifras se duplicarían sin los productos fitosanitarios, las medicinas de las plantas, eficaces soluciones que la ciencia ha puesto a nuestra disposición para llevar a cabo una correcta sanidad vegetal. La industria fitosanitaria favorece el desarrollo de la agricultura española, con altos niveles de productividad y calidad. Conocedoras desde hace tiempo de la importante relación entre agricultura y medioambiente, nuestras compañías desarrollan nuevas y eficaces moléculas que garantizan la seguridad de las personas, la protección del medio ambiente y la rentabilidad económica, tres elementos claves que justifican las inversiones realizadas. Detrás del desarrollo de una nueva solución existe un importante esfuerzo en inversión. Nuestras empresas destinan de media el 11% de su facturación a la I+D+i. Desarrollar un nuevo producto conlleva un plazo de investigación de más de 10 años y una inversión de entre 250 y 300 millones de euros. Para que este esfuerzo no caiga en balde es necesario un marco normativo en el que las decisiones sopesen riesgos y beneficios, apoyadas siempre en la evidencia científica y la experiencia, escenario que no se da hoy en día en Europa. De lo contrario, lejos de fomentar se desalentará la innovación.