El extraordinario desarrollo de la industria de fitosanitarios y su consecuente utilización por los agricultores provocaron aplicaciones inadecuadas cuyas consecuencias fueron desde la contaminación del medio ambiente hasta gravísimos accidentes con resultado de muerte de personas. Aquellos sucesos, junto a una presión mediática promovida por grupos ecologistas, indujeron la publicación de una serie de medidas administrativas que limitaron drásticamente el número de fitosanitarios autorizados y endurecieron las exigencias para el registro de otros nuevos, a consecuencia de las cuales, desde finales del siglo XX, frente a un parásito concreto de un vegetal determinado solo se pueden aplicar los terapéuticos específicamente autorizados para ello, dejando sin margen de elección al facultativo encargado de la sanidad de los cultivos.
Naturalmente, ello provoca que haya muchas plagas y enfermedades frente a las cuales no exista ningún fitosanitario y otras muchas con solo un formulado, lo que exige aplicarlo reiteradamente, repeticiones que inducen la aparición de razas de parásitos y patógenos resistentes a los pesticidas.
En esas estábamos, cuando con el nuevo siglo empezamos a sufrir los problemas derivados de la globalización y el cambio climático. Recientemente, el profesor Montesinos, en una conferencia sobre las enfermedades emergentes y re-emergentes, nos informaba que “la lista de patógenos de interés relevante, tanto presentes en alguna parte del territorio de la UE, como ausentes, pero con riesgo de introducción, abarca como más importantes alrededor de veinte virus y viroides, veinte bacterias, quince hongos y quince nematodos”.
A los anteriores problemas habría que añadir la aversión actual de la sociedad respecto al uso de productos industriales. Una gran mayoría exige que la mayoría de los pesticidas sean de procedencia biológica, productos que con las exigencias administrativas actuales no son fáciles de obtener. Se estima que desde el desarrollo de un nuevo formulado hasta el lanzamiento del producto al mercado se tardan unos ocho o diez años y su costo es de unos 10 millones de euros. Realmente, el panorama de la sanidad vegetal en España es algo más que preocupante.