Los últimos sesenta años han supuesto para el mundo olivarero una auténtica revolución a raíz de la utilización de tractores y aperos de labor de gran tamaño que, junto con los herbicidas, han facilitado el control de las malas hierbas. Estas tecnologías han permitido una eliminación eficaz de la vegetación espontánea, la cual compite por agua y nutrientes, pudiendo ocasionar una disminución de la cosecha y/o de la calidad de la misma; pero también estas técnicas, si se realizan de forma sistemática, acarrean otros inconvenientes como la mineralización de la materia orgánica, la degradación del suelo y la erosión e incluso la contaminación de aguas y aceites.
Los últimos sesenta años han supuesto para el mundo olivarero una auténtica revolución a raíz de la utilización de tractores y aperos de labor de gran tamaño que, junto con los herbicidas, han facilitado el control de las malas hierbas. Estas tecnologías han permitido una eliminación eficaz de la vegetación espontánea, la cual compite por agua y nutrientes, pudiendo ocasionar una disminución de la cosecha y/o de la calidad de la misma; pero también estas técnicas, si se realizan de forma sistemática, acarrean otros inconvenientes como la mineralización de la materia orgánica, la degradación del suelo y la erosión e incluso la contaminación de aguas y aceites.
El olivarero y los técnicos agrarios son plenamente conscientes de que el primer factor de producción es el agua. El éxito económico, la rentabilidad, depende del balance hídrico. Por ello todas las técnicas empleadas deben ir encaminadas a conseguir maximizar los contenidos de agua en el suelo ya que la actividad agraria es una actividad económica que dejaría de ejercerse en el momento en que no resultara rentable, siendo además la primera actividad generadora de ingresos para la población rural, y la que realmente fija la población a falta de otras alternativas económicas de difícil implementación o de escaso alcance.