Con frecuencia, en los foros de debate sobre la investigación y la ciencia en los que participan investigadores y empresarios se plantea la insoslayable necesidad de transferir los resultados de aquélla a los sectores tecnológicos, al tiempo que se resalta de una parte el escaso compromiso del sector productivo con la investigación científica y técnica, y de otra se puntualiza sobre el alejamiento acentuado entre los intereses de los investigadores plasmados en sus proyectos de investigación y las necesidades del empresario para aumentar la competitividad de su empresa, mejorándola tecnológicamente. Recientemente, en uno de dichos debates se ha traído a colación una referencia distinta en relación con la interacción investigación-sociedad o sociedad-investigación, por la que se insiste en la necesidad de aproximar la ciencia a la sociedad comenzando con trasladarle la conveniencia de reconocer y promover la excelencia y el sentido de la innovación como actitud para adoptar los nuevos conocimientos y tecnologías derivados de la investigación.
Tal vez, así se pueda contribuir doblemente a no auspiciar expectativas sobre la solución de problemas a corto plazo que el investigador no puede satisfacer, y más importante aún, a comprender que las soluciones alcanzables de otros pasan obligadamente por planteamientos experimentales adecuados. Los cambios que se están produciendo en las formas de producción agrícola en los últimos años ofrecen un escenario particularmente adecuado a lo anterior. En efecto, la demanda social respecto de la salubridad y calidad alimentaria y preservación del ambiente repercute directamente sobre las estrategias para el control de enfermedades, ya que determina la utilización preferente de actuaciones no químicas y la práctica de programas de control integrado. Esto es, la práctica de control de enfermedades más frecuente hasta ahora, basada en acciones simples para la aplicación de productos fitosanitarios de acción protectora o sistémica pero de eficiencia predecible y perceptible por el agricultor, ha de ser reemplazada por acciones más complejas e incómodas y resultados menos notables a corto plazo que el de los tratamientos fitosanitarios, que forman parte de las estrategias de control integrado y garantizan la satisfacción de las cautelas ambientales y de salubridad alimentaria.
Ello no sólo requiere nuevos abordajes y compromisos en la investigación fitopatológica, sino también más y mejor formación en los técnicos y transferencia de resultados y formación en el sector usuario. Quizás, mis vivencias en la investigación sobre la Sanidad Vegetal puedan servir para ilustrar el sentido de las reflexiones contenidas en los párrafos anteriores. Con determinadas enfermedades, y en particular de cultivos leñosos como es el caso de la Verticilosis del olivo en la actualidad, su naturaleza etiológica y epidemiológica determinan que el control de la enfermedad se base preferentemente en acciones de prevención más que en actuaciones sobre la planta enferma. Sin embargo, tales acciones se practican raramente, quizás porque resultan incómodas o, con más frecuencia, porque no es suficientemente convincente para el agricultor la necesidad de realizar gastos sin que se perciba el riesgo, cuando además éste no dispone de las explicaciones y demostraciones adecuadas por parte del fitopatólogo o del técnico especializado.
En el caso de la Verticilosis referida, la extensión y severidad de los ataques -que determinan la muerte del olivo en muchos casos- crean honda y justificada preocupación al olivicultor y, ante la oferta y promesa de eficacia para el control del problema que le acucia, auspicia sus expectativas de que la intervención sobre el árbol enfermo, frecuentemente mediante productos químicos fungicidas o no, es eficiente para el control de la enfermedad; esto es, la curación del árbol enfermo. Ello ha generado el tratamiento generalizado y extenso de olivares afectados de Verticilosis con una variedad de productos no fungicidas, registrados como estimuladores del crecimiento vegetal, pero respecto de los cuales no se dispone, sorprendentemente, de información científica publicada y accesible en la que se demuestre experimentalmente su eficacia en el control de la enfermedad.
La frustración de las expectativas en el control de la enfermedad tras la aplicación de tales productos genera un descrédito injusto, que se traslada de forma generalizada al sector especializado, y la pérdida de confianza en el investigador, que cuesta mucho recuperar.